Época: Pontificado y cultur
Inicio: Año 1286
Fin: Año 1298

Antecedente:
Pontificado de Aviñón



Comentario

Las primeras decisiones de Bonifacio VIII se orientan a conseguir enderezar el rumbo de la administración pontificia; saneamiento de las cuentas, reordenación de la Cámara, orden en la administración de los Estados de la Iglesia, en la concesión de prebendas y en la colación de beneficios. El balance económico y político será muy positivo al final del pontificado.
Junto a esas primeras preocupaciones de imprescindible reordenación, ocupó lugar importante el problema siciliano. Jaime II y Carlos II habían llegado a un principio de acuerdo, a finales de 1293, que incluía la renuncia aragonesa a Sicilia a cambio de compensaciones a Fadrique y a Jaime II; restaba por negociar que tipo de compensaciones se ofrecían, a quien se efectuaba la entrega de Sicilia y, lo más complejo, lograr la conformidad de los sicilianos.

La intervención personal de Bonifacio VIII en el éxito de las negociaciones fue decisiva. Gracias a ella se alcanzó la firma del tratado de Anagni (20 de junio de 1295), un sistema de acuerdos que restablecía el orden en todas las cuestiones mediterráneas: Sicilia era devuelta al Pontífice, no a los Anjou; se acordaba el matrimonio, con una importante dote, de Jaime II con Blanca de Anjou, hija de Carlos II, garantía de la paz recuperada; se suprimían las censuras sobre Aragón y la investidura de Carlos de Valois; Jaime II devolvía Mallorca a su homónimo tío; el rey de Aragón recibía la infeudación de Córcega y Cerdeña, cuya conquista se le encomendaba.

Por muchas razones era un éxito aragonés. Aunque Jaime II se comprometía a forzar la renuncia de su hermano al trono siciliano, siempre cabía un arreglo, sobre todo apoyándose en la previsible resistencia siciliana. También era un éxito para Bonifacio VIII, aunque la plena aplicación del acuerdo, en lo referente a Sicilia, se revelase imposible. Los sicilianos resistieron, elevaron al trono a Federico y la guerra se arrastró hasta 1302 en que se obtuvo una salida negociada (Caltabellota, 19 de agosto de 1302) que reconocía la legitimidad de Federico. Entonces eran otras las preocupaciones del Pontífice.

En efecto, en 1294, las relaciones entre Francia e Inglaterra quedan rotas a consecuencia de las violencias y actos de piratería mutuos cometidos por marinos del golfo de Vizcaya y del canal de la Mancha, que implican a sus respectivos Reinos. Estamos ante un verdadero prólogo de lo que será el conflicto que venimos en denominar guerra de los Cien Años. La complejidad de los intereses en juego hace entrar en el conflicto al condado de Flandes.

Este conflicto constituye la causa del enfrentamiento entre la Monarquía francesa y el Papado. Tanto la Monarquía francesa como la inglesa sintieron importantes necesidades económicas que les obligaron a requerir considerables sumas de sus súbditos, incluyendo al clero; la vacante del solio pontificio en ese momento, y la elección de Celestino V impidieron una mayor resistencia de los eclesiásticos, ya que la imposición había sido realizada sin el consentimiento pontificio que estableciera como requisito previo el IV Concilio de Letrán.

En 1296, ambos monarcas requirieron a sus súbditos el pago de nuevas contribuciones para la prosecución de unas operaciones militares que Bonifacio VIII se esforzaba en detener, como lo lograra en 1290, durante su legación en Francia. Ante la nueva petición de dinero, el clero reclamó ante el Pontífice. La respuesta del Pontífice no se refiere a ninguna de las dos Monarquías de modo concreto, sino que expone la libertad eclesiástica fijando unos derechos que el crecimiento de las Monarquías estaba diluyendo.

El 24 de febrero de 1296 publicaba Bonifacio VIII la bula "Clericis laicos" por la que renovaba las disposiciones del IV Concilio de Letrán que exigían la previa autorización pontificia de cualquier imposición sobre las Iglesias. El documento no aportaba nada nuevo en realidad, pero la forma en que los conceptos eran expuestos, aun moviéndose en el terreno de lo abstracto, constituía un violento ataque a las posiciones de Francia e Inglaterra. La bula podía considerarse también como un elemento de presión en favor de la paz, al dejar a las Monarquías sin recursos suficientes para el sostenimiento de la guerra.

Eduardo I hubo de enfrentarse a la resistencia tanto del clero como de los barones, pero mantuvo sus exigencias porque la resistencia galesa y escocesa, sumada a la guerra con Francia, hacía angustiosas sus necesidades económicas. Aunque excomulgado, llegó a un acuerdo individualizado con los obispos para lograr la tributación y, derrotado por los escoceses, hubo de ampliar sus concesiones a la nobleza, en una auténtica claudicación de la Monarquía.

Era distinta la situación de Francia. La fuerza de la Monarquía era suficiente como para inducir a los obispos a solicitar al Papa libertad de actuación. La respuesta de Felipe IV constituye un ataque directo al Pontífice. El 17 de agosto de 1286 prohibía la salida de oro y plata de Francia; las necesidades de la guerra explicaban adecuadamente la adopción de una medida imprescindible, dictada por la Monarquía eh ejercicio de facultades cuya legitimidad podía ser difícilmente discutida. Para las finanzas pontificias significaba una sustanciosa merma de rentas, lo que debió inducir a Bonifacio VIII a una cierta suavización de sus posturas, aunque sin dejar de realizar series advertencias a Felipe IV.

La propaganda de la Monarquía francesa apuntaba a más altos objetivos. No se estaba discutiendo sobre la concreta actuación del Pontífice, sino sobre los fundamentos mismos en que se basaba esta actuación. La Iglesia, entiéndase el clero, debe preocuparte por el reino de los cielos, es decir, reforzar su espiritualidad y abandonar la excesiva temporalidad en que se halla sumido; en lo que se refiere a la relación entre clérigos y laicos, el poder temporal debe proteger al espiritual, pero la jerarquía tiene obligaciones innegables respecto a la vida del Reino. A pesar de todo ello, la postura francesa no abandonaba la conciliación, aconsejable dado lo complejo de la situación flamenca.

También Bonifacio VIII buscaba la conciliación; no sólo porque la disminución de rentas paralizaba gran parte de sus acciones políticas, especialmente en Sicilia, sino por el conflicto provocado por los Colonna, los cardenales Pietro y Giacomo. Un conflicto en el que se mezclaban rivalidades familiares y la posición de los cardenales y de su familia en la cuestión de Sicilia, oponiéndose a los proyectos del Pontífice. Ellos mismos encabezaron un movimiento contra Bonifacio VIII que canalizaba el descontento de los espirituales franciscanos a los que el Papa había integrado junto a los conventuales en el seno general de su orden.

La renuncia de Celestino V era un acontecimiento de imposible asimilación para los espirituales y para todos aquellos que habían confiado en que significaba el alba de una nueva época. Considerando forzada la retirada de Celestino V, y, por lo tanto, inválida la elección de Bonifacio VIII, apelaban a la convocatoria de un concilio ecuménico -es la primera vez que vemos abiertamente planteada una cuestión sobre la que tantas veces hemos de volver- en un duro alegato que fue difundido por toda la Europa cristiana.

La reacción pontificia fue muy dura; los Colonna perdieron sus castillos y posesiones y fueron excomulgados. Una cruzada dirigida contra ellos tardó en vencer sus últimas resistencias hasta octubre de 1298. Entonces se sometieron, se levantaron contra ellos las sentencias canónicas, pero no hubo devolución de dignidades. Refugiados en el Mediodía de Francia, alentaron los odios antirromanos que se mantenían en aquella región desde la cruzada antialbigense; otros miembros del clan familiar se refugiaron en Sicilia.

El enfrentamiento con los Colonna afectó seríamente al prestigio de Bonifacio VIII y dio pie a las calumnias que sobre él circularon en adelante. Sobre todo, esta pugna coincidió con la negociación con Francia, del verano de 1297, debilitando la posición negociadora del Pontífice. En julio de ese año, Bonifacio VIII reconoció a la Monarquía francesa, mediante la bula "Etsi de statu", la posibilidad de requerir de su Iglesia un subsidio extraordinario, en caso de apremiante necesidad, circunstancia cuya apreciación correspondería, además, a la Monarquía. En agosto era canonizado san Luis.

Era el final del primer choque entre Francia y el Pontificado; Bonifacio VIII pudo prestar ahora su atención a la sucesión imperial, tratando de obtener del nuevo rey de romanos, Alberto de Habsburgo, la cesión de Toscana, y a la regulación de la cuestión siciliana.